Llevaba un vestido ceñido, casi transparente, cuando se colocaba a contraluz del sol o de los fluorescentes del despacho. No lo había hecho a propósito, pero el vendedor le aseguró que era la última moda y ella no lo puso en duda y se dejó llevar por sus palabras persuasivas.
El vendedor olía a colonia masculina y profunda, y tenía unos bonitos ojos y bigote bien recortado lo que le daba un cierto aire cinematográfico y le otorgaba una credibilidad fuera de toda duda. Se dejó convencer y al día siguiente estrenó el vestido.
Desde muy pequeña era incapaz de retrasar el momento casi bautismal de estrenar algo. Aplazar el momento de sentir el crujido del apresto de un nuevo vestido o la frescura de la ropa interior incólume, le fue siempre imposible. Pensaba que le podía llegar súbitamente la muerte o un accidente desgraciado y la prenda nueva quedar en el armario olvidada para después regalarla al primer pobre que pasara. Y no es que fuera tacaña. Ni insensible ante la pobreza. Cada uno tiene sus manías y la suya era esa, que, al fin y al cabo, se podía calificar de inofensiva.
Pero lo cierto era que el vestido dejaba entrever claramente sus piernas, la perfección de sus rodillas y la turgencia de sus muslos. También se percibía con claridad el ombligo. Un ombligo de los de antes, profundo y redondo y el cordón de vello que se iniciaba en él. Ya veía por la calle a las adolescentes y a otras muchachas más o menos de su edad mostrando el ombligo sin pudor ninguno, pero no era su caso.
Se sintió incómoda al principio por la falta de costumbre, pero luego no hizo caso y se lo compró.
El vestido era de un color impreciso. Según como le diera la luz era amarillo o verde o incluso levemente azulado. El vendedor le había asegurado que se trataba de una tela nueva, tecnológica, perfecta: no se arrugaba ni se manchaba, era lavable a cualquier temperatura. Los trajes de los astronautas norteamericanos la utilizaban para su confección.
Se imaginó por un momento a los astronautas embutidos en sus trajes anchísimos y llenos de cables por lo que le salió un gesto como de asco por lo que el vendedor se apresuró a decir que no se trataba de esos monos horrorosos que vemos en la televisión que visten los hombres y mujeres que van al espacio, no. Él se refería a los trajes que usan una vez instalados en el espacio sideral y que son ligeros, adaptables y cómodos, muy cómodos.
El caso es que salió de la tienda con el traje en una bolsa y a la mañana siguiente se lo puso para ir a la oficina.
En el metro ya notó algo raro. A la hora que ella lo cogía la mayor parte de las caras tenían una expresión entre bobina y ausente, fruto del madrugón y de las costumbres nacionales que retrasan lo más posible la hora de ir a la cama como si ésta fuera un peligro que hay que evitar. Sin embargo, aquella mañana los viajeros de su vagón parecían estar menos dormidos que otras mañanas, miraban hacia donde ella se encontraba sin disimular, de manera directa e insistente. Se sintió incómoda. No entendía la insistencia en las miradas semiadormiladas de los viajeros, hombres y mujeres, que comenzaban una jornada laboral que debía ser larga y pesada para la mayoría.
No podía ser por su belleza. Hacía ya varios años que la lozanía de la juventud había desaparecido de su cara y ya empezaba su cuello a dar señales de flacidez. Tampoco podía ser por su peinado.
El vestido era un poco transparente, pero eso no le preocupaba en absoluto, ya lo había observado nada más ponérselo, pero eso no podía ser porque en el vagón viajaban varias jovencitas cuyo atuendo dejaba al aire libre y a la curiosidad general abdómenes con ombligos a veces adornados con perlas falsas y caderas prominentes. Incluso había una muchachita que llevaba una cintura tan exageradamente baja que dejaba entrever el vello de su pubis. Sin embargo, no las miraba nadie.
Las miradas, disimuladas pero insistentes, se repitieron en el bar donde desayunaba todas las mañanas. Le parecía que había más camareros que de costumbre ya que uno le había servido el café con leche, otro le había traído el minibocadillo de jamón y queso y un tercero le había servido un vaso de agua que no había pedido.
Lo habitual, o al menos lo que ella había experimentado desde hacía años, era que los camareros eran una especie esquiva que siempre miraba para otro lado. A veces incluso había tenido la sensación de ser transparente a pesar de no tener todavía cincuenta años que es cuando, más o menos, las mujeres se vuelven transparentes.
Se sentía como todos los días, inmersa en su rutina. No le pasaba nada especial. En el bar vio otras dos oficinistas que llevaban sendos vestidos de la misma tela en tonos distintos. Nadie las miraba. En el despacho actuó como cada día y nadie parecía hacerle un caso especial. Hasta que tuvo que ir a la fotocopiadora a hacer copias de unos expedientes. Entonces se produjo en toda la oficina un extraño movimiento.
Primero fue un murmullo que saltó de mesa en mesa. Después, y por orden rigurosamente jerárquico, fueron pasando por la sala de máquinas uno tras otro el resto de los empleados que al ver que la fotocopiadora estaba ocupada intercambiaban con ella un saludo o un comentario cualquiera volvían a sus mesas respectivas pasándose el dedo por el cuello de la camisa o secándose la frente a pesar de que no hacía calor.
Para volver a casa por la tarde tomó el autobús en lugar del metro y volvió a suceder lo que había pasado durante todo el día. Varios pares de ojos la miraban de forma insistente, aunque disimulada. No entendía muy bien por qué los varones con los que se cruzó durante todo el día habían adoptado ese extraño comportamiento.
Al llegar a casa se precipitó al dormitorio y abrió el armario en cuya puerta izquierda había un espejo de arriba abajo donde podía verse de cuerpo entero. Se miró detenidamente, acercándose y alejándose para ver mejor el efecto que la luz hacía sobre el vestido. En un primer momento no notó nada extraño, el vestido era igual de transparente que en la tienda e igual de bonito. No entendía el interés de la gente hacia ella. De repente cayó en la cuenta. Al ponerse el vestido por la mañana había olvidado esconder la portezuela de las baterías debajo de una camiseta liviana, ya que era verano y tampoco era el caso ponerse una camiseta gruesa como las que llevaba en invierno.
Se lo habían advertido antes de enviarla a la tierra. Cerró el armario y se sentó en el comedor a esperar. No tardarían en llegar sus superiores, seguramente para desconectarla definitivamente, y le dio rabia ahora que ya se había acostumbrado a ser una persona cualquiera.