Dame pan

A veces digo cosas

 

Me he puesto el termómetro porque esto mío no puede ser sólo de la primavera. No hay arranque de tos, ni dolor muscular, ni inflamación de garganta, pero esto no puede ser sólo la primavera.

Nunca en la vida, NUNCA, en mis casi setenta y cinco años me había pasado esto. No hay derecho. Mientras vivía mi señora mi contingencia fue la normal para un señor casado a finales de los cincuenta. La juventud ya era, de por sí, una justificación más que sobrada para la unión marital. Después del quinto hijo comprobamos que esos métodos infalibles de las viejas para no quedarse embarazada resultaron muchas cosas pero no infalibles. Muchas cosas. Algunas de ellas nos enrojecieron las partes nobles, otras nos produjeron urticaria; la mayoría solamente las padeció mi santa esposa: retortijones, dolor abdominal, migrañas… dio todo igual. Llegó el sexto y las jornadas de 12 horas ya no eran tan llevaderas y los pañales y las comidas y la edad y la pena de que se nos muriera el pequeño (apenas era un ratón)… el sexo ya no era tan importante.

Después de años de domesticarnos para no sentir más que lo justo, después de años de sustituir los penes erectos y las vaginas húmedas (perdón, perdón, perdón) por abrazos y besos en la frente; después de correspondernos con miradas para ahorrar hasta el último gramo de cariño, no fuera a ser que se gastara; después de la lucha por acostumbrarnos va, la pobre, y se me muere. Y desde entonces, nunca más me interesaron las mujeres, no esas que no eran mi señora.

Años encerrado en casa con mi tele, mi tablet y mis cosas. Años de bajar a por el pan y hacer la compra para que los hijos no crean que su padre es un inútil. Cronometrando el tiempo que tardaba en fregar o en leer las esquelas porque en algo hay que entretenerse. Cambiando la arena al canario religiosamente. Años de mirar de soslayo y casi con asco las señoras que salían en la tele, en la calle, en las revistas… y va y traspasan la panadería. Va y mi rutina se ve abocada por un precipicio, cuesta abajo, va y en lugar de la Encarna, que nunca me planteé que fuera una mujer, va y digo va, se pone tras el mostrador Caterine. Que yo no sé muy bien cómo se escribe, ni cómo se pronuncia, pero ella se ríe y me coge la mano para devolverme el cambio y ahora ya nunca llevo el dinero justo y si lo llevo no se lo doy.

Ahora me afeito cada mañana, aunque me corte, y me echo aftershave y me cuido muy mucho de llevar la camisa limpia. Me aprieto el cinturón y meto tripa. A veces no entro, me da vergüenza, pero necesito pan y no quiero serle infiel, no quiero ir a otra panadería, no quiero probar otra miga ni hacer crujir otra corteza. A veces no entro a la primera pero entro a la segunda, no quiero preocuparla, no quiero que piense que el viejo que le sonríe se ha muerto solo y abandonado y que me encontrarán después de una semana apestándolo todo (el olor a muerto no se va nunca de las casas)… no quiero que tenga compasión de mí. Quiero cogerla por la espalda y levantarle el babi y bajarle las bragas y que dios me perdone, quiero aprovechar estas erecciones que me produce y que ahora solo me sirven para recordar la soledad, y el calor que ya nunca volveré a sentir y quiero olerle el pelo que seguro huele a harina y champú y cogerle los pechos y decirle que es muy suave y que me daría igual que tuviera 80 años o mil o dos mil, que seguro que sería igual de suave y olería igual de bien. Y que me conformo con pensar que me cogería de la mano antes de dormir y enroscaría sus dedos gorditos y hábiles entre los escasos pelos de mi pecho, perdóname señor.

Eso quiero, quiero no morirme de vergüenza y que me quiera un poco, un poquito, pero que sea de verdad. Aunque sea imposible. Como yo la quiero.